viernes, 15 de diciembre de 2006

PROCESO DE DIFERENCIACIÓN DE LAS FUNCIONES

PROCESO DE DIFERENCIACIÓN DE LA FUNCIÓN RACIONAL DE LA SIMBÓLICA A LO LARGO DE LA HISTORIA. (1991)
En el anterior artículo hablamos de la peculiar situación del astrólogo en el contexto de la cultura actual. Vimos como la ideología científico-racional dominante relegaba la astrología a superstición o a artículo de consumo destinado a aparecer en las páginas de entretenimiento de los periódicos y revistas, así como en los concursos de televisión, etc. Consideramos que el enemigo principal de la astrología acaso no sea la mentalidad cientifista sino los mismos astrólogos, que banalizan su materia hasta confundirla introduciéndola en el mismo saco junto con el esoterismo y la magia de consumo, las paraciencias, los ovnis, etc., contribuyendo con ello a dar esa imagen de mercadillo esotérico para todos los gustos. No es mi propósito criticar todas esas disciplinas, algunas de ellas muy válidas, pero que posiblemente sufren del mismo mal que la astrología, es decir, la falta de un planteamiento serio (epistemológico) de las cuestiones de fondo.
Volviendo a la astrología, decíamos que su lenguaje es simbólico. Podríamos decir que la ciencia interpreta la realidad a través de un lenguaje conceptual, mientras que la astrología la interpreta mediante un lenguaje simbólico. El lenguaje conceptual sería el apropiado para las cosas físicas y externas que se rigen por el principio de causa-efecto, y el simbólico el adecuado para las cosas psíquico-internas que se rigen por la acausalidad. Son ambos dos aspectos opuestos de la naturaleza y de la realidad. Del mismo modo que las matemáticas se encuentran conformando la naturaleza según las leyes físicas, también los símbolos es muy posible que no sólo sean elaboraciones de la imaginación humana, sino que de alguna manera se encuentren también en la naturaleza y contribuyan con sus leyes a la ordenación del universo. Pero ¿qué es un símbolo? y ¿qué diferencia hay entre símbolo y concepto?
Desde la aparición de la filosofía, en lo que se ha llamado "el paso del Mito al Logos", el hombre, con avances y retrocesos, ha ido diferenciando lo simbólico de lo conceptual en una tendencia que prolongándose a lo largo de siglos desemboca en el pensamiento del hombre actual. La aparición de la filosofía significó los primeros intentos del hombre por encontrar una explicación racional (conceptual, de causa-efecto) del mundo y de las cosas. En los primeros filósofos, sin duda lo "racional" se encontraba en gran medida aún teñido por lo simbólico, pero se detecta ya, tanto en la forma como en el contenido, una voluntad hacia la explicación causal-racional de las cosas. Es de vital importancia, si queremos comprender el significado de la diferenciación de funciones simbólica y racional a lo largo de la historia, que comprendamos hasta que punto el pensamiento mágico y el racional se encontraban formando un todo indiferenciado en el hombre primitivo. No es fácil para nosotros acercarnos a la visión que el hombre primitivo debía tener del mundo desde la lejanía de la actualidad. Desde luego, no tenían la noción de materia como la tenemos nosotros hoy en día. Nosotros concebimos la materia, incluso la que constituye el mundo vegetal, e incluso animal, como algo inanimado. Todo se explica por reacciones químicas, por la física y por la mecánica. No hay lugar alguno para los espíritus. El nacimiento de la filosofía en la antigua Grecia significó un hito importante con respecto a la diferenciación de las funciones racional y simbólica. No se ha llegado a precisar con exactitud el momento del parto de la filosofía. Hay autores que no consideran que Tales de Mileto fuera el primer filósofo, mientras que otros ven trazas de los inicios anteriormente. En general, se observa un proceso gradual de racionalización desde los auténticos mitos al pensamiento filosófico propiamente dicho. Pero si no podemos precisar el momento histórico de la aparición de la filosofía, si que cabe preguntarse a partir de que embrión se desarrolló. Olof Gigon distingue en la lectura de Homero lo que llama "analogía objetiva" de la "analogía personal". Ambas son utilizadas amplia e indistintamente por el poeta compilador y narrador de los mitos griegos. Hay quien considera que en tiempos de Homero, gran parte de los mitos griegos habían perdido ya en gran medida su función como auténticos mitos. De hecho, el que alguien los recopilara y les diera un matiz poético implica de por sí un distanciamiento, una objetivación con respecto a algo que antes tenía un significado vivo y útil en el que se estaba inmerso.
Es interesante a este respecto la distinción que hace Olof Gigon en su libro "Los Orígenes de la Filosofía Griega" entre lo que denomina "analogía personal" y "analogía objetiva". Los textos de Homero se encuentran repletos de analogías y metáforas, y Gigon cree descubrir en ellas, como intentos que son por parte del poeta de esclarecer y aportar mayor luz sobre aquello que está intentando describir, la fase embrionaria de la filosofía. Así, por ejemplo, si el Sol es concebido como un alguien que montado sobre un carro es llevado en su recorrido diario por los cielos, esta metáfora sería de índole "personal", pues buscaría su analogía en la subjetividad e interioridad anímica de la persona humana, a la que serían referidos los acontecimientos. De la misma manera, interpretar que un eclipse se ha producido porque el Sol se encuentra triste e iracundo por las cosas que ha visto en su viaje entre los hombres, sería también analogía personal. Por el contrario, si el Sol es comparado con una rueda que da vueltas en la que los rayos solares son los radios de la rueda, ello constituiría una analogía "objetiva", ya que se vale de objetos o sucesos concretos externos que forman parte de la realidad cotidiana común del hombre. Ciertamente, tan simbólicas son las primeras como las últimas; sin embargo, aquellas siguen el camino de lo interior anímico, y éstas el de lo exterior objetivo. Este último es el camino que seguirá la filosofía en su intento de interpretación del mundo, y que terminará por desembocar en la primacía del pensamiento científico-objetivo actual. ¿Qué ha sido del otro camino, el del pensamiento simbólico?
Nos encontramos pues con Homero en una etapa del pensamiento humano en que la función racional (representada por la analogía objetiva) y la función simbólica (representada por la analogía personal) aún no se han diferenciado la una de la otra. Se las utiliza indistintamente para esclarecer y enfatizar la descripción de unos sucesos. Pero ambas forman parte aún del pensamiento mítico. Desde nuestra perspectiva actual, nosotros podemos distinguir entre un tipo de metáforas y el otro. Pero en aquel entonces, ambos enfoques se encontraban aún fundidos. A medida que el pensamiento filosófico fue afianzándose, fue tomando preponderancia la interpretación de carácter objetivo del mundo sobre la subjetiva o anímica. A la inversa, podríamos también decir que la filosofía se desarrolló como consecuencia de la diferenciación entre la función racional y la función simbólica, entre dos capacidades o potencialidades opuestas del hombre.
Siglos más tarde desde que Homero escribiera sus grandes obras, nos encontramos con filósofos que nos hablan de que todas las cosas vienen (descienden) del agua, o del fuego, o del aire. Empédocles consideró que los elementos originarios eran cuatro: el agua, el fuego, el aire y la tierra. Desde luego, no podemos considerar que antiguamente se concibieran esos elementos como los consideramos hoy en día. El agua no era substancia exclusivamente física y material, formada por dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno. El agua era también sin duda vista desde la perspectiva simbólica y significaba la fluidez, la humedad, la plasticidad, la fecundidad; y no sólo bajo el aspecto conceptual de esos términos, sino también desde el simbólico, anímico o subjetivo. El agua constituía algo vital y necesario para el hombre, algo que hacía crecer las plantas y las cosechas, que concentraba a los hombres en poblaciones junto a sus ríos y sus mares, que disolvía, limpiaba, purificaba, curaba. Y todas estas vivencias personales e íntimas del agua teñían también de significado vivo y simbólico lo que antes se entendía por "agua", y que terminaría en nuestros días en H2O. El fuego tampoco debió ser solamente una combustión en la que interviene el oxígeno combinándose con el carbono, con desprendimiento de CO2. El fuego debió contemplarse como algo mágico y misterioso, que proporcionaba luz y calor en el hogar por las noches y mitigaba las tinieblas, de modo análogo al Sol que calentaba y alumbraba durante el día. Su llama transformaba los alimentos de crudos a cocidos, hacía hervir el agua desprendiendo vapores, que, así como el humo, subían hacia el cielo, consumía las cosas transformándolas en cenizas, y era sin duda como un símbolo del calor mismo de la vida, así como de la luz de la inteligencia. El aire tampoco era solamente una mezcla de oxígeno, nitrógeno y demás componentes, sino que simbolizaba también el aliento vital, la respiración necesaria para la vida, la movilidad, el alma. La tierra era el elemento más denso y pesado, y por ello se encontraba más abajo que los otros tres elementos. Con ella se construían las casas y los edificios, los muros y las murallas; era el soporte y nutrición de todo, del mundo vegetal y animal, también del hombre. Hoy en día, al citar los cuatro elementos de la filosofía antigua, simplemente los enumeramos, sin profundizar demasiado en lo que en aquellos tiempos podían significar y entendiéndolos bajo nuestra aséptica visión conceptual actual, excluyendo de ellos toda la carga simbólica y anímica que sin duda tuvieron.
Esos primeros balbuceos de la filosofía se encontraban aún mucho más próximos al mito, pero su intención enfilaba ya la dimensión racional y objetiva de las cosas. En el siglo IXX, Augusto Compte, principal representante de la filosofía positivista, sentenció definitivamente todo el pensamiento antiguo como primitivo, ingenuo e irracional, negándole todo valor y excluyendo despreciativamente toda componente simbólica de la realidad, que sin embargo se vivió a través de la corriente paralela que supuso el romanticismo. Sin duda la idea de Compte es errónea. Y el error consiste precisamente en haber enfatizado unas funciones a expensas de otras. Ello es hasta cierto punto válido, pues según parece unas funciones tienden a prevalecer sobre otras según distintos períodos o etapas de la historia. Pero es peligroso acentuar en una función hasta el punto de pretender anular o extinguir la contraria. La economía, tanto de la psique como de las cosas, necesita de un equilibrio. El triunfo del Logos sobre el Mito supuso la preponderancia de las funciones racionales sobre las simbólicas (y también sobre el instinto).
Cuando los romanos conquistaron Grecia, sumaron a su capacidad organizativa y administrativa los logros alcanzados por la cultura y el pensamiento griegos. En aquellos tiempos, la racionalidad alcanzada por la filosofía se vio correspondida, en un nivel material, por la ingente realidad organizativa y estructural del Imperio Romano. Era la contraparte física o tangible del desarrollo de la función racional. El Imperio Romano era por aquellos tiempos (en Occidente), el mundo; más allá de sus límites el orden y la cultura se desvanecían en las obscuridades tribales de los pueblos bárbaros. Y fue en uno de los pueblos dominados por esa organización imperial donde tuvo lugar el advenimiento de una nueva inversión en cuanto al predominio de las funciones. El cristianismo tenía a primera vista toda la apariencia de un mito. Pero era un mito que nacía cuando la filosofía hacía siglos que ya había exorcizado los mitos. Para muchos filósofos de la época , el cristianismo era absolutamente irracional, una involución en el pensamiento y un volverse loco. Y ello era en cierta manera así, porque el cristianismo, en un principio, nada aportaba a la función racional. Pero sí que aportaba a la función simbólica. Nos damos cuenta de que para poder decir ésto hemos de entender el "símbolo" y la función "simbólica" en su sentido más amplio y extenso posible, hasta el límite en que deja de tener sentido hacer una distinción de tal tipo (racional) sobre el tema. No se ha investigado quizá lo suficiente sobre el papel jugado por el cristianismo en cuanto a la diferenciación de las funciones. Sin duda el cristianismo era la religión que convenía y complementaba a la realidad en que había desembocado el mundo (Occidente) por aquel entonces. A tal peso de la realidad sensible y material había que oponer la abstracción de un sólo Dios (un monismo al estilo del Ser de Parménides) y la vacuidad o irracionalidad del espíritu en su estado puro, opuesto e incontaminado de lo material y sensible. Este espíritu que se oponía a la materia ("Mi Reino no es de este mundo") ("Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios"), debió suponer un paso adelante de la humanidad en cuanto a la capacidad de vivenciar lo simbólico diferenciado por completo de lo racional sin soporte o muleta intelectual alguna. El pueblo de Israel había cultivado largo tiempo la utopía de una patria ideal en los largos años de exilio y añoranza en Babilonia. La idea del "Reino de los Cielos" se había ya madurado largamente en la experiencia del cautiverio (¿Piscis o Casa XII?), y cada vez parecían tender más las escrituras hacia esta concepción de patria o ciudad espiritual en detrimento de la idea imperialista. Si de un imperio debería haber salido un nuevo caudillo, de una concepción de patria o ciudad espiritual bien podía llegar, como ocurrió, un mesias (ungido) espiritual. Sin duda no todos los judíos estuvieron dispuestos y a la altura de tamaña sublimación. Pero los romanos se encargaban de que no pudiera ser de otra manera. El imperio Romano, en aquellos tiempos, era una roca indeleznable, y por muy fanática y rabiosa que fuera la resistencia opuesta por el pueblo elegido, su rebeldía estaba condenada al fracaso. Sin duda, Jesús mismo debió captar a nivel intuitivo y anímico el peso de esa realidad de un poder político que dejaba sentenciada y resuelta (como impracticable) la vía de la escapatoria política hacia la independencia que moraba en las ansias de absoluto del pueblo de Israel. Ese absoluto debía pues, ante la imposibilidad de ser alcanzado a través de la realidad objetivo-externa, consistir en otra cosa.
El advenimiento del cristianismo supuso pues, como hemos dicho, un cambio en la primacía de las funciones. Ello coincidió y fue paralelo al proceso de decadencia y desmoronamiento del Imperio Romano, hasta el punto que algunos historiadores llegaron a atribuir a esta religión la causa principal de ello. Sin duda, ambas cosas eran distintos aspectos de una misma realidad evolutiva que correspondía a los "tiempos" que tocaba vivir. Las fronteras del Imperio Romano fueron cayendo una a una (excepto en Oriente, donde el Imperio Bizantino resistió hasta la caída de Constantinopla, a comienzos de la Edad Moderna), y esos diques que separaban la civilización del mar obscuro y tenebroso de la barbarie tribal no pudieron contener más la invasión. Sin embargo, los pueblos bárbaros habían estado ya largo tiempo en contacto con la civilización romana, muchos de ellos se habían ya convertido al cristianismo, y los últimos generales romanos, entre ellos Alarico, procedían de ellos, por lo que el impacto de la invasión fue relativamente gradual y se prolongó a lo largo de siglos. Cuando Alarico llegó a las puertas de Roma, había allí ya un Papa, y el cristianismo ya había sido reconocido como religión oficial del imperio. Las antiguas instituciones romanas se fueron al traste, y sólo quedaron los títulos de algunos cargos gobernativos o administrativos que no tenían ya el mismo significado, al quedar desarticulada la administración y separadas las piezas que componían el desmembrado imperio. El cristianismo sobrevivió y triunfó, pero la filosofía quedó prácticamente barrida del mapa en el sentido en que era entendida y practicada anteriormente. Sobrevivió tan sólo la filosofía susceptible de ser utilizada por el cristianismo con vistas a dotarse de un soporte intelectual, y en este aspecto su artífice principal fue San Agustín, que adaptó para el cristianismo las concepciones de los neoplatónicos. Pero esa filosofía, que más tarde se transformó en la escolástica, era ya completamente dependiente y subordinada de los dogmas y la doctrina de la Iglesia. Es así como la función racional quedó esta vez al remolque de la psíquica o simbólica. Sin duda la diferenciación entre ellas no había llegado aún todo lo lejos que podía. Quedaba aún la idea de Dios, antropomórfica y abstracta a la vez, pero aún externa, como ser todopoderoso y ubicuo. Pero el misticismo cristiano alcanzó sin duda las vivencias de lo absoluto que constituían la esencia de la auténtica religión. Dios estaba entre los hombres. El aislamiento en que cayó lo que antes fuera el Imperio Romano al colapsarse y quedar impracticables e inútiles las vías de comunicación debió propiciar y exaltar en gran manera la vivencia interior mística del cristianismo.
Hemos dicho antes que el cristianismo tenía toda la apariencia de un mito. En efecto, si analizamos los dogmas cristianos encontraremos los componentes de otros mitos que se habían dado antes en épocas prehistóricas anteriores, y que incluso perviven en la actualidad en los pueblos primitivos que aún quedan. Sin embargo este "mito" nacía en pleno desarrollo del "tiempo histórico", y situaba el paraíso primordial al que se retorna para extraer y renovar el sentido de la existencia, no en un origen de los tiempos, sino en su final, con la promesa de un paraíso futuro. Ello se adecua a la necesidad evolutiva y al dinamismo característico del tiempo lineal histórico, evitando la circularidad del eterno retornar que caracterizan los tiempos míticos comunes.
Esta tendencia en el orden de las funciones, que se concretaba en la preeminencia del sentimiento religioso sobre el pensamiento intelectual, se prolongó a lo largo de toda la Edad Media hasta el Renacimiento, período en el que la economía de ambas funciones parece pasar por un sorprendente y mágico punto central de equilibrio. Fue una época de tolerancia (en algunos aspectos), optimismo y expansión en que todo parecía tener cabida, en la que parecían poder convivir juntas incluso las tendencias más contrapuestas. Ello sugiere en cierta manera un nuevo período de indiferenciación, pero evidentemente no se trata de lo mismo. Muy probablemente signifique la asimilación definitiva del cristianismo, la seguridad de que las transformaciones que su advenimiento ha producido no pueden ya volver hacia atrás. Se redescubre la antigua filosofía, pero ahora ya no supone un peligro para la religión, y ello es sin duda porque ésta ha conseguido cierto grado de autonomía con respecto a la función racional, un grado más en la diferenciación. Vuelven los filósofos antiguos, la magia, el esoterismo, pero ya bajo un prisma y unas circunstancias completamente diferentes. El ideal renacentista es el del Hombre Integral, aquel que es capaz de desarrollar al máximo sus diversas potencialidades (funciones, diríamos nosotros). El personaje arquetípico es Leonardo da Vinci, inventor, pintor, escultor, pensador, investigador, científico, místico. Esta época se caracteriza paralelamente también por los grandes viajes y descubrimientos geográficos. El mundo se ensancha, y con él la conciencia del hombre.
A finales del Renacimiento el centro de gravedad continúa su descenso y la alternancia en la primacía entre función simbólica y función racional se decanta otra vez hacia esta última. El Renacimiento significó una especie de punto central de equilibrio, pero ahora el centro de gravedad vuelve a desplazarse hacia lo racional. La idea de Copérnico de que es la Tierra y los planetas los que giran alrededor del Sol, en lugar de girar el Sol y los planetas alrededor de la Tierra, constituye ya un preámbulo de la tendencia que va a seguir el pensamiento en los siglos siguientes. La Tierra deja de ser el centro del universo en favor de una explicación más simple, racional y objetiva del movimiento de los cuerpos celestes. Las razones de Copérnico aún se basan en la perfección del movimiento circular. Su teoría aventajaba en elegancia y sencillez a las teorías existentes. Era más sencillo el sistema planetario considerando la Tierra y los planetas girando alrededor del Sol que la complicada geometría de círculos sobre círculos que se observaba que describían los planetas en sus órbitas en su hipotético movimiento alrededor de la Tierra al entrar éstos en fase retrógrada. Pero una vez más la pureza racional resultó coincidir con la realidad objetiva. Como resultado de lo que se ha llamado "La Revolución Copernicana", la Tierra pierde su lugar de privilegio como centro del universo y pasa a ser un planeta más entre los planetas que giran alrededor del Sol (pasando el Sol, naturalmente, a ocupar el centro del universo. Aún no se había llegado a descubrir que el Sol es una estrella más de entre el conjunto de millones de estrellas que forman una galaxia, y que nuestra galaxia es una galaxia más entre los billones de galaxias existentes). El inicio en el camino hacia la objetividad no puede ser más prometedor (con la salvedad de que Copérnico fue condenado y perseguido sañudamente por la Santa Inquisición). Si la fase de predominio de la función simbólica que supuso el advenimiento del cristianismo comienza con mártires, la nueva fase que inicia la función racional-objetiva no quiere ser menos. Poco tiempo después aparecen ya las figuras de Galileo y Kepler, que dan inicio al método experimental y a la matematización de los fenómenos, dando comienzo con ello la nueva era científica. La introducción de las matemáticas en el estudio de la naturaleza supuso un acto de voluntad y fe racional por parte de Galileo que nos recuerda al de su predecesor Copérnico, pues Galileo no disponía en aquella época de los recursos técnicos suficientes para la comprobación experimental de muchas de sus hipótesis. Cabe preguntarse aquí hasta que punto hubiera podido desarrollarse la función racional sin el desarrollo previo anterior por parte de la función simbólica. Muy probablemente, no se hubiera estado aún en condiciones de realizar el enorme esfuerzo de abstracción que supuso para Galileo sus nuevas concepciones y leyes sobre la naturaleza.
La matematización de los fenómenos naturales supuso la utilización de unas entidades intangibles, creación de la mente del hombre, con el fin de conocer y analizar mejor el comportamiento físico de las cosas: los Números. Desde Pitágoras, los números habían sido considerados como entidades numinosas, es decir, divinas, cercanas a la divinidad o a los dioses. Pero Pitágoras distinguía claramente el aspecto cualitativo o simbólico de los números de su aspecto cuantitativo. Ello supuso en cierta manera para las matemáticas un proceso de separación análogo al que más tarde tuvo lugar entre la astrología y la astronomía, y también entre la alquimia y la química. La nueva ciencia se desentendía de lo anímico-simbólico y se centraba exclusivamente en lo objetivo-racional. El año en que moría Galileo nacía Newton, que llevó a la nueva ciencia al techo más alto que podía alcanzarse con los medios técnicos con los que se contaba. La "Ley de la Gravitación Universal" supuso la superación incluso de la teoría heliocéntrica (el Sol como centro). Se sabía que los planetas giraban alrededor del Sol, se podía calcular sus órbitas y su velocidad; y se sospechaba ya que las estrellas que se veían en el firmamento eran soles lejanos, y que el Sol no era sino una más entre ellas.
Cada paso hacia adelante en la nueva ciencia suponía un nuevo golpe a las explicaciones míticas de las Sagradas Escrituras o a las antiguas teorías de los filósofos antiguos; las primeras míticas de por sí, las segundas aun teñidas por componentes simbólicas. Así, por ejemplo, antes de Galileo (e incluso el mismo Galileo no consiguió desprenderse del todo de tal concepción) se creía que el movimiento de los cuerpos de arriba a abajo era el "natural", mientras que el movimiento horizontal era considerado "violento". Ambas variantes constituían dos modalidades dinámicas fundamentalmente opuestas. Después de Newton nadie podía defender ya esa antigua concepción aristotélica como científicamente válida. La utilización del número en su vertiente cuantitativa en la investigación de la naturaleza era despiadadamente racional y objetiva, y ello es porque el número había sido desprovisto totalmente de su aspecto simbólico, por lo que el estudio de la naturaleza se realizaba con un instrumento racionalmente puro. Ya en el siglo IXX, la aparición de la "Teoría de la Evolución de las Especies" de Darwin supuso un enorme escándalo en la sociedad de su tiempo, pues entraba en conflicto con la explicación mítica sobre la creación del Génesis de la Biblia. ¡El hombre descendía del mono¡ Ello planteaba el problema añadido de en qué momento el hombre, que a diferencia de los animales tenía alma, se diferenció de los animales para convertirse en ser humano. Si el proceso evolutivo era gradual y continuo, ¿En qué momento infundió Dios el alma en el hombre? ¿Tenían alma el hombre de Nehandertal y el de Cromagnion? ¿Tenían ya alma los llamados antropoides o los homínidos? ¿Cómo pudo surgir algo espiritualmente puro de un proceso evolutivo que arrancaba desde la materia inorgánica? ¿No existía el alma, o, por el contrario, tenían ya alma los animales; incluso los peces, las plantas, los organismos unicelulares de los que descendían todas las formas de vida superior; o incluso acaso los minerales? Difícil respuesta.
La teoría de la evolución contribuyó en gran manera a la diferenciación entre lo simbólico y lo racional. Hasta entrado el siglo XX no se dejó de creer en algo que hoy en día carece por completo de sentido, racional y científicamente hablando: la generación espontánea. Antes de la aparición de la teoría de la evolución era factible que en determinadas condiciones se diera el fenómeno de una generación espontánea de organismos vivos. Cuando algo se pudría podían aparecer larvas, gusanos, insectos y demás seres considerados biológicamente simples. Tales seres, sin duda, se entendía que provenían de la Putrefacción. Pero esa creencia no dejaba de ser la proyección de una impresión anímico-simbólica en un proceso que se pretendía explicar por la vía científica y racional. La idea de la putrefacción es válida como símbolo, pero utilizar un símbolo para explicar algo científicamente supone introducir componentes simbólicas en dicha explicación, y con ello confundir la función racional con la simbólica. Si existiera la "generación espontánea", por esa misma ley podríamos encontrarnos con un alien en el piso, generado por la basura que olvidamos tirar al irnos el fin de semana, o podría presentársenos cualquier día literalmente el "caos reptante" de los cuentos de terror de H.P.Lovecraft. La teoría de la evolución nos impide caer en estos terrores ancestrales por la vía de lo racional-objetivo. Sabemos que todo organismo vivo tiene su ciclo vital, y que aunque algunos seres muy simples como los virus pueden mutar con cierta rapidez y cambiar sus características, ello está muy lejos de que organismos nuevos e inclasificados puedan aparecer en cuatro días por generación espontánea, cuando otros han necesitado millones de años en evolucionar hasta lo que son.
Durante el siglo IXX la física llegó a tan alto grado de desarrollo que los científicos llegaron a creer que no faltaba mucho para que la totalidad de la teoría física quedara completamente resuelta y terminada. Tal éxito suponía la preponderancia de la función racional sobre la simbólica, que sin embargo estaba librando su batalla en el terreno del arte; el arte, de ser una reproducción relativamente fiel de la naturaleza, aunque subjetiva en cada artista, se estaba desplazando cada vez más hacia lo anímico-interior, que estaba tomando en arte cada vez más preponderancia sobre la visión objetivo-exterior de la realidad. Llega el impresionismo, el expresionismo, el cubismo, el subrealismo, el arte abstracto. En música el dodecafonismo.
La Iglesia adopta una actitud defensiva y conservadora, cediendo únicamente en cuestiones que no son ya de su competencia cuando queda insosteniblemente desplazada de la realidad. En su terreno propio se mantiene inmóvil y estancada. Empiezan a aparecer sociedades de carácter mágico y esotérico, como la "Sociedad Teosófica" de Madame Blavatski. Se ponen también de moda las sesiones de espiritismo.
El imperialismo y la política colonialista tiene como contrapartida la virtud de acercar Occidente a otras culturas y formas de pensamiento (el impresionismo como corriente artística en pintura se inspiró en la vacuidad de los dibujos japoneses). Oriente y Occidente se descubren mutuamente. Las filosofías orientales van siendo objeto de interés de algún que otro erudito y coleccionista, o de algún funcionario de colonias, que buenamente intenta asimilarlas como puede y transmitirlas de algún modo a Occidente.
El éxito de la ciencia experimental en Occidente propicia la filosofía llamada "positivismo". Una de las características del positivismo es el mantenimiento de una posición "determinista" ante la realidad. Ello viene a suponer una auténtica "encerrona" de la función racional-objetiva. Se rechaza ya por principio la componente anímico-simbólica y se pretende la única validez de la interpretación científico-objetiva del mundo. Todo, si supiéramos bastante, sería totalmente explicable a través de la ciencia. El ser humano, en definitiva, no es más que un conjunto de reacciones químicas y biológicas, de átomos y moléculas que interaccionan produciendo las emociones, los sentimientos, las sensaciones, la inteligencia; y cada uno de nuestros actos, estaría determinado causalmente por esos fenómenos físicos y químicos. Hay precedentes de una concepción del mundo análoga a ésta en la filosofía de la Antigua Grecia: Demócrito y Leucipo, los primeros que concibieron el mundo como un conjunto de elementos indivisibles (los átomos), que en su choque e interacción de unos con otros producían todo lo existente. Sin embargo, al igual que los epicúreos, que más tarde adoptaron esta teoría, aceptaban por otro lado contradictoriamente la existencia de los dioses. También muchos acérrimos deterministas debieron verse obligados a aceptar ciegamente su religión tradicional, como contrapeso a su insostenible, vacuo y carente de sentido punto de vista determinista.
Pero, dentro del ámbito mismo de la ciencia experimental, iban a llegar fenómenos nuevos que derrumbarían el magno y aparentemente sólido e inquebrantable edificio de la física clásica (Newtoniana). El átomo, considerado indivisible (como su propio nombre indica), se compone a su vez de partículas más elementales, y dichas partículas, llamadas partículas subatómicas, requieren teorías nuevas que expliquen su comportamiento. Aparece ya en el siglo XX la "Teoría de la Relatividad" de Einstein, teoría comprobada experimentalmente con éxito y que nos traslada a unos parámetros que se alejan increíblemente de la manera usual en que comprendemos la realidad a través de nuestros sentidos. El tiempo ya no es una magnitud absoluta e idéntica para todo el universo, sino que puede medirse de distinta manera según el lugar en que nos encontremos. Años más tarde, la teoría cuántica introduce la probabilidad en sus ecuaciones como sistema más aproximativo para explicar los fenómenos del mundo subatómico. Por fin, Heisenberg llega a la demostración de que es imposible conocer con exactitud a la vez la posición y la velocidad de una partícula, lo cual se denomina con el explícito nombre de "Principio de Indeterminación". Es imposible, para todo aquel que no sea un especialista, comprender la intrincada complejidad de la física y de la matemática actual. Pero una cosa es innegable: el determinismo, tal y como era entendido por Laplace es ya insostenible. El azar y la probabilidad se han "colado" en las modernas teorías, y ello no por un deseo de los científicos de llegar a una concepción del mundo menos rígidamente racional, sino que casi podríamos decir que a pesar suyo, como el único medio de aproximación a una serie de fenómenos. Ello viene a significar que la función racional-objetiva, cuyo máximo exponente había sido la ciencia, ha llegado ya a un punto de elongación y desarrollo que forzosamente se ve obligada a incluir dentro de sus presupuestos a factores que pertenecen ya más al ámbito de su contraria que al suyo propio. Como sabemos, el azar es el punto de partida y el ingrediente indispensable para todos los oráculos que se conocen.
Paralelamente, la nueva ciencia psicológica llega, con Freud, a la necesidad de elaborar nuevas teorías que expliquen una serie de fenómenos y patologías psicológicas (sueños, lapsus, histeria) que no son concebibles contando solamente con los puntos de vista ya existentes. En el ensayo "El Yo y el Ello", de Freud, se describe una entidad psicológica desconocida al parecer hasta entonces: el inconsciente. Hay pues una parte de nuestra psicología que escapa al control de la consciencia, y esta "otra" parte parece guiarse y conducirse a través de lo simbólico, al igual que los sueños. De nuevo nos encontramos, como en el caso de la física, con que la necesidad de profundizar en la naturaleza de los fenómenos obliga a formular una serie de hipótesis que se alejan de la misma racionalidad que nos había inducido a indagar y profundizar en dichos fenómenos. De nuevo la función racional-objetiva, ahora en el campo de la psicología, se ve obligada a dar cabida a factores que son más propios de su función contraria, la anímico-simbólica, como es en este caso la necesidad de utilizar el lenguaje simbólico para comprender los mecanismos y el funcionamiento de esa entidad nueva recién descubierta, el inconsciente. Posiblemente ello sea un síntoma también de que la función racional objetiva ha llegado a tal punto de desarrollo, a expensas de la simbólica, que se ve obligada de nuevo a dar paso a esta última. Ciertamente, los sueños, por ejemplo, nunca habían dejado de existir; pero en el mundo culto, y para la ideología dominante, habían perdido por completo su interés y el estado de sueño era considerado simplemente como algo necesario e ineludible con vistas a poder recuperar de nuevo la actividad consciente de la vigilia. Posiblemente, el llamado "inconsciente" jamás había dejado de existir, pero a la luz del desarrollo de la nueva era racional y científica aparecía desde una vertiente nueva e inédita.
Sin embargo Freud, a pesar de haber sido el descubridor del inconsciente, nunca alcanzó a ver en él algo con un significado que fuera más allá de su función de dar cuenta de las anomalías y disfunciones de la conciencia. La función simbólico-anímica seguía yendo aún a remolque de la racional-objetiva, aún con Freud. El mérito de reconocer en el inconsciente una entidad propia con autonomía, significado y valor en sí mismo fue del psiquiatra Carl G. Jung. Jung profundizó en el significado propio de los símbolos, en su vertiente creativa, significativa y transformadora para la psique del hombre. Introdujo el concepto de "inconsciente colectivo", un paso adelante trascendental hacia la recuperación de la función anímico-simbólica perdida. Para Freud, el inconsciente no era colectivo, sino personal; cada individuo tenía su propio inconsciente, el "ello" de su psique, y ese inconsciente permanecía inconexo de los inconscientes de los otros individuos. Para Jung las particularidades de los inconscientes personales emergían de un inconsciente común para toda la humanidad, como si de una auténtica "alma del mundo" se tratara. El paso que supone la psicología de Jung es tan importante que aún no es comprendido ni reconocido por un gran número de psicólogos, y ni siquiera se encuentra en los programas de muchas facultades de psicología. La óptica que hemos utilizado en este itinerario a vuelo de pájaro a través de la influencia y dinámica de las funciones en la historia es básicamente junguiana, así como algunos términos utilizados. Sin duda, en la cadena cultural, Jung constituye un eslabón crucial que enlaza la vieja concepción racional del mundo con una nueva visión futura. Y aquí nos encontramos nosotros escribiendo estas líneas. La idea de un principio "acausal" actuante en el mundo es expresada por primera vez por Jung en su ensayo "La Interpretación de la Naturaleza y la Psique", una de sus últimas obras.
Otro de los conceptos clave de Jung es el de "coincidencia significativa". Con él se alude a esas casualidades entre comillas, en las que parece actuar como un poder invisible que dirige las cosas, no por azar, sino de manera que adquieran un determinado sentido. Por ejemplo: "Hacía años que no veía a Juanito. Una noche, estando de viaje en París, tuve un sueño en el que aparecía mi amigo. Al día siguiente, por la mañana, al salir del hotel, tropiezo de bruces con una persona que venía andando. Era Juanito, que contra todo pronóstico se encontraba casualmente en París." El haber soñado con Juanito la noche anterior y el tropezar con Juanito precisamente en un lugar insospechado en la mañana siguiente puede verse como una mera casualidad. Pero cuesta de creer que dos cosas de tan improbable coincidencia no tengan algún tipo de conexión oculta o no se deban a una especie de propósito del destino. El mismo Jung nos narra en sus libros varias coincidencias significativas que le ocurrieron a lo largo de su vida. Cuenta como una vez, encontrándose investigando por aquellos días el símbolo del pez, fue tropezándose de manera poco probable una vez tras otra con peces que le salían al paso; muertos al borde del lago, en la comida, en un grabado... y así sucesivamente. La coincidencia significativa más conocida y divulgada de las narradas por Jung es la del "escarabajo de oro". Consiste en que un paciente suyo, en pleno tratamiento, tuvo un sueño especialmente intenso y significativo en el que aparecía un escarabajo de oro. A la mañana siguiente, mientras se encontraba en el consultorio de Jung narrando este sueño, se oyó un pequeño golpe de algo contra el cristal de la ventana de la habitación. Había entrado justamente en aquel momento en la sala por la ventana un ejemplar de la especie de escarabajos que más podía aproximarse en apariencia a un escarabajo de oro.
Se alude también al principio al que se deben las coincidencias significativas como "sincronicidad". La astrología constituye de por sí una fuente inagotable de experiencias sincrónicas y de coincidencias significativas. Cuando en el tarot se arrojan las cartas y la interpretación de éstas coincide con el significado real (objetivo o subjetivo) de la situación, ello constituye también una coincidencia significativa, aunque esta vez provocada. Lo mismo puede decirse del I Ching y otros oráculos. En cuanto a la astrología, cada vez que los astros se combinan para producir una influencia o resonancia determinada en una persona, se produce en rigor también una coincidencia significativa y una sincronicidad, con la salvedad de que la gran mayoría de coincidencias significativas son imprevisibles, mientras que las que se dan en astrología puede conocerse por el cálculo astronómico el momento en que van a producirse.
Jung no llegó a la convicción de que el supuesto principio acausal actuara, como lo hacen las leyes físicas, de forma continuada y a partir de los orígenes del universo (aunque parece ser que las teorías físicas, como la teoría de la relatividad, colapsan, es decir, pierden su validez y sentido, en momentos muy próximos al big-bang). Las coincidencias significativas parecen producirse tan sólo esporádicamente en nuestras vidas. Sin embargo, en la astrología nos damos cuenta de cómo el principio acausal simbólico parece actuar de forma cíclica y continuada. En pro de la simplificación resulta más económico pensar que el principio acausal-simbólico es algo constante que actúa siempre sobre nosotros y sobre el universo que la opción contraria de que sólo se produce en determinadas y especiales circunstancias. ¿Qué determinaría entonces la aparición de fenómenos acausales, algo causal o algo acausal; o algo ni causal ni acausal? Todo induce a pensar que tal principio actúa de forma continuada, y que sólo en contadas ocasiones, en que nuestra mermada percepción simbólica se rinde a pesar suyo ante la evidencia, nos vemos impelidos a reconocerlo. Hemos visto cómo el azar habita entre nosotros. Realizamos continuamente actos que pensamos muy controlados, pero que tienen a veces también componentes intuitivos o inconscientes. Cuando en un bar, por ejemplo, al ir a sentarnos vemos que falta una silla, intuitivamente vamos a buscar una que nos parezca bien, y que sin saber por qué no siempre resulta ser la silla libre que tenemos más cerca. Cuando en el momento de sentarnos a la mesa, en una cena de amigos, no sabemos exactamente dónde sentarnos, pero poco a poco se van ocupando los asientos y por fin nos encontramos entre dos personas que quizás eran las que menos deseábamos tener a nuestro lado, ello también puede atribuirse al azar. Pero de alguna manera, algo más que el azar puede haber influido en que por fin la gente acabara sentándose en aquél orden y no en otro. De las continuas situaciones de azar con que nos encontramos en nuestra vida, tan sólo en unas pocas alcanzamos a vislumbrar la intervención del principio simbólico-acausal. Las más flagrantes son las que Jung llamó "coincidencias significativas".
¿Nos encontramos, en definitiva, ante un nuevo cambio en la alternancia de primacía en las funciones racional-objetiva y anímico-simbólica? Si es así, no debemos impacientarnos. Ya hemos visto las resistencias e incomprensiones que se suscitan cada vez que en la historia se ha producido tal evento. Situados en este contexto, no es difícil darse cuenta de la imposibilidad de que una transformación de tal magnitud y trascendencia para el ser humano se produzca en un instante. El reconocimiento de la existencia de un principio simbólico acausal que viene actuando y ordenando el universo desde sus mismos orígenes puede tener tantas repercusiones en nuestra forma habitual de interpretar el mundo (filosófica, cultural, artística, religiosa, antropológica, social...) que nadie debe caer en la tentación de querer forzar, contraproducente y obsesivamente, el transcurrir natural de las cosas. Las cosas llegarán cuando tengan que llegar, y, en definitiva, cuando Dios quiera. Entre tanto, los astrólogos tendremos que continuar jugando ese rol de feriantes y magos iluminados que nos ha tocado en suerte, y sobrellevar estoicamente la carga de habernos atrevido a ser unos pioneros.
José María Albanell

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